Sin importar si lo deseamos o no, el tiempo pasa y todo lo altera. Y por supuesto, no iba a ser distinto para Ákram y Moadhal. La niñez había ido dando paso a una vigorosa juventud y aunque muchas cosas seguían igual que siempre, otras tantas habían cambiado para no volver ya jamás a ser iguales que antes.
Entre otras cosas, la amistad entre Ákram y Mo había ido mutando, tanto porque habían ido creciendo como por el hecho de que habían pasado muchas cosas en esos años, sucesos que los habían ido convirtiendo en personas cada vez más distintas. Por ejemplo, Ákram había empezado a pensar, como el resto de los adultos del pueblo, que por muchas monedas antiguas que reuniera, estas no le iban a sacar de pobre. Por ello, poco a poco había empezado a asumir las responsabilidades que todo adulto tiene, tornándose cada vez más trabajador y responsable, aunque no por ello menos risueño ni alegre.
De hecho, su sonrisa seguía siendo arrebatadora y tenía encandilada a más de una (y de uno), aunque él siempre decía que, de momento, no tenía tiempo para pensar en aquella clase de cosas.
La razón por la cual ahora Ákram pensaba que las monedas no tenían tanto valor como había creído de niño, era que no había otro comprador interesado para las mismas que el buhonero Tramólidas, quien afirmaba que estas eran poco más que una curiosidad histórica que podía ser encontrada en muchas partes, aunque él accedía a cambiarlas por alguno de los artículos de los que disponía y que necesitasen las gentes del pueblo.
Por supuesto, como la villa estaba bastante alejada del resto de poblaciones y Tramólidas era el único buhonero que pasaba por allí, este no dudaba en aprovecharse de aquellas pobres gentes, pues sabía muy bien que aquellas monedas eran valiosísimas y además era un mentiroso consumado. De hecho, su nombre no era Tramólidas (si uno lo piensa, cuesta imaginar que nadie en toda la existencia se pueda llamar así) y aquel era el único viaje como buhonero que hacía en todo el año, pues el resto se dedicaba a vivir como un maharajá con lo que sacaba vendiendo el tesoro una vez ya limpiado el óxido. Y lo peor es que allí no terminaba la cosa, pues ni siquiera él llegaba a imaginar el verdadero valor de aquel metal, por lo que incluso él mismo estaba malvendiendo las monedas. En realidad, con una sola de ellas podría haber comprado un reino entero.
Por su parte, Moadhal también había cambiado, aunque de un modo distinto. Vivir bajo la protección del clérigo del pueblo le había garantizado un techo bajo el que cobijarse y un plato de comida que llevarse al buche cada día, pero su protector no era tan generoso como la mayoría pensaba. La cama en la que dormía Mo era sin duda la más incómoda de toda la villa (cosa que él no llegaba ni a imaginar por aquel entonces) y la comida que le permitía comer era la justa y necesaria para que no muriera de hambre, algo que hubiera sido razonable de no ser porque el propio clérigo se daba sus buenos festines siempre que así le venía en gana. «¡Claro que comeré lo que quiera! ¿No te tengo dicho que necesito que mi alma esté fuerte y rebosante de vitalidad para poder cumplir mi misión con el pueblo?» bramaba algunas de las veces en que Mo le preguntaba al clérigo porqué este podía comer tanto, mientras que él tenía que conformarse con unas migajas. En otras ocasiones, en cambio, su única respuesta era darle una buena tunda al joven, razón por la que terminó por no preguntar más.
Y esta es, por supuesto, la causa del mayor de los cambios en Moadhal, pues fue creciendo temeroso del hombre que le había criado, no solo por las palizas que le pudiera dar, sino también porque —como todo el mundo sabía— aquel hombre hablaba en nombre de los dioses, con lo que quedaba fuera de toda duda que si alguien estaba haciendo algo mal, debía ser, por fuerza, el propio Moadhal.
Todo el pueblo respetaba al clérigo, todo el mundo parecía tenerlo en gran estima. Y por ese exacto motivo, no eran pocos los que miraban a Mo con malos ojos. «Por lo que dice el clérigo, a pesar de que le salvó la vida al crío, este no hace más que darle problemas.»
Y es por este motivo que, mientras Ákram crecía feliz y pletórico, Mo creció resentido con su padre adoptivo, con sí mismo y con el mundo en general. Algunas veces pensó en huir, pero ¿a dónde hubiera ido? En primer lugar, por mucho que se hubieran distanciado seguía sintiendo que lo único bueno en el mundo era su amigo, no queriendo pues alejarse de este. Y en segundo, acabó por asumir que el resto del mundo no iba a ser muy distinto. «Si el problema soy yo, no puedo huir del problema. Y al menos aquí tengo donde caerme muerto.»
Cada año que pasaba, Ákram y Mo se iban separando más y más, tan distintas como eran sus vidas. Sin embargo, siempre hubo entre ambos un vínculo que no iba a poder ser borrado del todo y eso fue lo que hizo que Ákram un día ser acercara a Moadhal para proponerle algo.
—¿A la montaña? —respondió Mo, ante la sugerencia de su amigo. Este último llevaba ya tiempo dándole vueltas al hecho de que el que una vez fuera su mejor amigo le parecía cada día más y más desconocido. Era algo que Ákram tenía claro que debía solucionar, pues el dolor que sentía por la pérdida de esa amistad era cada día que pasaba más tangible, en vez de irse diluyendo con el tiempo. Además, llevaba un tiempo observando a Mo y veía en el rostro de este un sufrimiento cada vez mayor, por lo que Ákram supuso que algo le sucedía y aunque intuía qué era, quería confirmarlo. Quería que se lo dijese su amigo para así poder ayudarlo— Y precisamente hoy, que hace un día de perros— añadió Mo.
—¡Claro! Como solíamos hacer, paseando sin rumbo fijo, hablando de nuestras cosas, buscando tesoros —contestó Ákram, emocionado. En cambio, el rostro de Mo resultaba difícil de leer. Su amigo no habría sabido decir si aquello que escondía el mismo era emoción contenida o miedo. ¿Quizás ambas cosas?
—Está bien —concedió, con una leve sonrisa asomando en sus labios. Ákram en cambio no pudo, ni quiso, esconder su emoción y empezó a hacer una danza especialmente estúpida para celebrarlo— ¡Vale, vale, solo es un paseo, tampoco hace falta que te emociones tanto! —rio Mo.
Aquel era un día en que se esperaban lluvias, pero a ambos les dio igual. De hecho, a los dos les vino a la memoria aquel tesoro que nunca encontraron y que ya poco les importaba, pero que había significado tanto para ellos alguna vez. De esta manera, durante un rato, tanto uno como el otro esperaban poder olvidarse de todo lo demás y volver a sentirse tan felices como antaño. Claro está, que mientras Ákram creía ciegamente que aquello era posible, Moadhal nunca dejó de pensar que este era un ingenuo y que en cuanto se separaran todo volvería a ser tal y como venía siendo desde hace tiempo. Igual que sería en su futuro, del cual no veía forma de escapar.
Aún así, prefirió dejarse llevar por el momento y olvidar su miserable vida, aunque fuera por un rato. Por eso había aceptado ir con Ákram a la montaña y por eso sonreía en aquel momento, mientras emprendía el ascenso por la ladera. Durante buena parte del camino no pararon de hablar y reír, aunque no hablaron del presente, sino de todas sus aventuras y correrías cuando eran más pequeños. Al menos así fue hasta que el propio Moadhal hizo un comentario al respecto, sin darse apenas cuenta:
—Eran buenos tiempos, sin nada de que preocuparse, sin entender lo complicado que se iba a volver todo en tan pocos años.
—¡Anda ya! Hablas como un viejo —rio Ákram— Aún tenemos toda la vida por delante. ¡Podemos decidir qué es lo que queremos hacer! ¡Dónde vivir, a dónde ir y qué hacer!
—¿Y si es así, cómo es que tú parece que ya tengas claro qué es lo que vas a hacer? Quedarte en este pueblo, lejos del resto del mundo, durante toda la vida ¿verdad? —Nada más decirlo, Moadhal se arrepintió. No quería ser tan crítico con su amigo. Al fin y al cabo, si había tenido suerte en la vida, ¿no era lo normal que no quisiera marcharse de allí?
—¿Yo? Que va, no tengo ni idea de qué haré en un futuro —respondió Ákram, para su sorpresa—. La vida aquí está bien, supongo, pero si me quedo es porque mi familia lo necesita. ¿Por qué crees que me habría gustado tanto encontrar aquel dichoso tesoro? Hubieran podido vivir como reyes y nosotros nos hubiéramos marchado a ver mundo. Quién sabe, quizás aún estemos a tiempo.
A Mo no le pasó desapercibido que su amigo había hablado en plural. Se imaginó un futuro juntos, viajando, admirando las innumerables maravillas del mundo. Era consciente de que, en muchos sentidos, aquel era un lugar privilegiado. No habían tenido una cosecha mala desde que él pudiera recordar y según le constaba, tampoco ninguno de los adultos recordaba la última. Podía decirse que aquel pueblo apartado de todo era en muchos sentidos un paraíso, pero en el fondo él sabía que aquel no era su sitio.
Según decía su padrastro, monseñor Alauster, el mundo era infinito, pues había sido creado por los dioses, quienes poseían a su vez infinito poder. Aun así, decía, solo unos pocos lugares en el mundo eran escogidos por esos dioses para quedar protegidos de la maldad del mundo. Por eso aquel pequeño pueblecito no sufría nunca de malas cosechas, ni era atacado por invasores ni bandoleros de ninguna clase. Era un remanso de paz, según decía Alauster en sus sermones, porque él se encargaba de que sus feligreses siguieran los designios de los dioses.
Y por todo ello era que Moadhal sentía a la vez que si se marchaba no encontraría lugar mejor que este, así como que su conducta desobediente y sus pensamientos impuros hacían peligrar la santidad de aquel paraje. Con la culpa en la mente, no es de extrañar que cuando la mano de Ákram rozó la suya, él la retirara al segundo, temeroso de lo que pudiera suceder después.
Por suerte o por desgracia ninguno volvió a mencionar el tema. Ni siquiera se generó un momento de incomodidad, por lo que casi fue como si no hubiera sucedido. ¿Acaso Mo se lo había imaginado? ¿Su endemoniada mente le estaba jugando una mala pasada? Casi podía oír a su padrastro gritando «¡Tu alma está podrida, tienes al demonio dentro y no puedo sacártelo si tu no me ayudas! No puedo hacer yo todo el trabajo, ¡pon de tu parte!».
Era verdad. O al menos eso creía él, claro. Su padre —tenía que empezar no solo a llamarlo padre, sino a pensar en él como tal— no paraba de aplicarle correctivos para su conducta, pero el seguía erre que erre, desobedeciéndolo. ¡Y eso que aquel no sabía lo que se le había cruzado por la cabeza hacía un momento! Si lo supiera… ¿Qué haría? Claro que la ley divina decía que cualquier pecado, incluso los de pensamiento, debían ser confesados ante un clérigo, por lo que no contárselo también era contravenir dicha ley...
Con todo este lio en la cabeza, cabe preguntarse cómo es que Mo no dio media vuelta y se marchó corriendo hacia el templo para confesar todos sus pecados. Si no lo hizo fue porque le había prometido a Ákram que pasaría con él lo que quedaba del día. No recordaba ninguna ley divina respecto a que uno faltase a su palabra, pero para él era igualmente importante cumplirla. Daría este paseo y luego se despediría de él para siempre. Total, ¿Qué mal podía hacer que estuvieran un rato más juntos antes de decirle adiós?
Siguieron ascendiendo, charlando y bromeando, sin ser consciente Mo de si Ákram se había dado cuenta de que su ánimo era ahora más taciturno y que si seguía riendo era porque se obligaba a ello, deseoso de no querer que aquel paseo terminase nunca. Por su parte, Ákram sí se había percatado de qué algo había cambiado, pero como no terminaba de entender en qué pensaba exactamente su amigo y puesto que la misión que se había propuesto era animarlo lo máximo posible, prosiguió la marcha intentando hacer precisamente eso.
En esto estaban que empezaron a caer las primeras gotas de lluvia, aunque siguieron avanzando sin hacerles caso. Desde luego, ninguno pensaba que un poco de agua fuera causa suficiente para interrumpir aquel momento, pero es que aunque la lluvia arreciara, ambos tenían motivos de peso para permanecer allí. Así fue como con cada paso que daban, la llovizna se tornaba poco a poco en aguacero, hasta llegar el momento en que lo razonable hubiera sido dar media vuelta. Por supuesto, no fue lo que hicieron.
En vez de eso, se adentraron en una pinada que quedaba un poco alejada del camino, pero que esperaban que les sirviera de refugio mientras amainaba lo que, en realidad, tenía toda la pinta de ir a convertirse en una tempestad. Fue en esta zona de la montaña, la cual no visitaban desde niños, alejada del camino principal como estaba, donde encontraron un rincón en que, entre una formación rocosa y los árboles cercanos, podían mantenerse relativamente secos.
De lo que no les protegía era del gélido viento que había llegado junto al aguacero, el cual empezaba a calarles en los huesos. Allí, sentados en aquel recoveco del bosquecillo, observaban la naturaleza que los rodeaba y que poco a poco quedaba oscurecida, tanto por las nubes que ocultaban el sol, como por el avance de las horas. En una rama cercana, asomada desde un agujero del árbol, una ardilla asomó su cabeza, mirándolos con curiosidad.
—Mira —La señaló Ákram. Al lado de esta, al momento, asomó otra idéntica, ambas pegadas, atentísimas a ellos—. Me encantan.
—¿Y eso? —preguntó con interés Mo. No recordaba que su amigo nunca antes hubiera mostrado especial interés por la fauna local. Claro está, hacía tiempo que no hablaban ¿Tanto habían cambiado? ¿O solo había cambiado Ákram? ¿Se había quedado acaso Mo sin madurar, atrapado para siempre con sus defectos?
—Son animales llenos de curiosidad y bondad, además de muy inteligentes, aunque a veces no lo parezca. Hacen de agujeros en árboles como ese sus casas y en ellos guardan alimento que recogen durante el otoño. Así en invierno no han de salir apenas del nido y tienen comida de sobra. Solo les queda apretarse entre ellas para darse calor.
Mo quedó en silencio. ¿Era aquella una invitación para que él se le acercase y así entrar en calor? ¿O solamente era su delirante e infernal mente jugándole otra mala pasada? Aquella podía ser su segunda oportunidad aquel día o bien la segunda vez que el demonio que llevaba dentro intentaba confundirlo.
Fuera como fuere, su lentitud al reaccionar, sus dudas, lo dejaron sin conocer la respuesta, pues sucedió que un brillo plateado captó la atención de ambos y Ákram se alzó para alargar la mano hasta él. Lo que recogió fue una de aquellas monedas, las óxidas, que aun conservaba un poco de su brillo original. No fue la única, pues al momento vieron otra y otra.
—¡Vamos, corre! —exclamó Mo, aunque ya ambos se afanaban en darse prisa, subiendo bosque arriba, persiguiendo el origen de las óxidas. Nunca habían estado tan cerca de llegar hasta el tesoro y ambos lo sabían, sin necesidad de mediar palabra. En ese momento olvidaron que durante años habían considerado que aquellas monedas no tenían valor suficiente como para merecer el esfuerzo, pues solo tenían en mente que estaban apunto de alcanzar uno de sus sueños de infancia. Y además, lo iban a lograr juntos, que era justo lo que ambos habían deseado siempre.
Ahora bien, cada paso que daban les costaba más que el anterior, pues la tierra estaba siendo removida por la corriente de agua generada. Esto, a su vez, dificultaba su paso pero también parecía liberar cada vez más monedas, las cuales podían ver por todos lados a pesar de que la lluvia también dificultaba por momentos más y más su capacidad para ver lo que les rodeaba. Al rato caían relámpagos y la corriente era ya capaz de remover hasta rocas de gran volumen a su alrededor, lo que les ponía en evidente peligro. Finalmente, llegaron cerca de la cima, donde las ruinas del antiguo castillo esperaban. Siempre habían especulado que era allí donde debía estar el tesoro, por lo que habían ido —como muchos antes que ellos— varias veces hasta allí cuando el clima era más favorable, pero siempre sin suerte.
Ahora habían llegado hasta las ruinas, pero en condiciones aún más desfavorables y no tenían en realidad ni idea de donde buscar. Las monedas seguían apareciendo, pero el rastro les llevó hasta una de las murallas y allí parecía terminar. Dieron la vuelta a la misma, buscaron alguna abertura, algún agujero cercano, pero nada de nada. Mo ya maldecía en voz alta, pues por un momento no había podido evitar dejarse llevar por la alegría que ahora a su vez sentía que se le estaba arrebatando. Ákram, por su parte, se mantenía en silencio y en cuclillas estudiaba el suelo, observando cada moneda que veía y de dónde parecían proveer. Pasaron así tanto rato que la lluvia iba escampando, por lo que empezaron a pensar que fracasarían de nuevo. Por suerte, Ákram no dejó de seguir el rastro de óxidas y fue así como llegó hasta un segmento específico de la muralla, tapizado por una buganvilla que había crecido sin control. Bajo la planta, solo parecía haber roca, pero observando con atención encontró algo que nadie antes había visto, ni siquiera él mismo en sus viajes anteriores. Y con razón.
Una abertura, de poco más de tres palmos, se encontraba en la base de la muralla, adentrándose en la estructura de roca. Dentro no había más que oscuridad, pero de cuando en cuando salía de la misma una de las óxidas.
—No hay duda, es aquí —sentenció. Y acto seguido, sin albergar ninguna duda de si lo que estaba haciendo era razonable o totalmente estúpido, se tumbó y empezó a reptar, sin esperar respuesta alguna de su compañero. Siendo sinceros, no hacía falta, pues en aquel momento este lo hubiera seguido allí donde le hubiera pedido. Eso sí, igualmente cierto es que si se lo hubieran pensado dos veces quizás hubieran concluido que podían volver un día en que no lloviera, ahora que ya habían averiguado el origen del tesoro, pues para avanzar por la abertura iban a tener que enfrentar la corriente que de allí salía aún. Por otra parte, Ákram era consciente de la que si lo dejaban para otro día, quizás Mo ya no quisiera ir con él.
Así, arrastrándose por el suelo, abriéndose paso entre el lodo que inundaba aquel túnel, avanzaron poco a poco, con gran expectación por saber si, por fin, iban a encontrar el tesoro que habían perseguido durante tanto tiempo. Ákram, que iba delante, esperaba encontrarse pronto sin luz, pero tal cosa nunca llegó a suceder, pues tras seguir un giro pronunciado que realizaba el pasaje pasado un rato, vio ante él una luz hacia el final del camino, intensa como si proveyera de un sol radiante, aunque a sus espaldas seguía escuchando la lluvia caer.
Cuando llegó al final del camino y pudo alzarse, la impresión que se llevó fue tan grande que no tuvo tiempo ni de sentir alivio en su cuerpo al poder levantarse de nuevo. Las heridas que se había hecho con el roce contra las rocas no era nada frente a lo que se alzaba ante él.
—¿Qué hay? ¿Qué ves? —preguntó a sus espaldas Moadhal, aunque sin recibir respuesta. Al llegar al destino, quiso volver a preguntar mientras se alzaba, pero sus quejas murieron antes de ser pronunciadas, sepultadas ante el impacto que le causó lo que entonces contemplaba.
Ahora ambos se encontraban en una enorme cueva, de proporciones tales que no podían entender como podía existir tan arriba en la montaña. ¿Acaso habían descendido sin darse cuenta? No, el túnel no era tan largo y en ningún momento habían tenido la sensación de haber bajado, ni siquiera ligeramente. Además, la cueva estaba bien iluminada debido a un obertura en el centro de su bóveda, pero ambos habían paseado innumerables veces por las ruinas que coronaban la montaña, sin jamás haber visto una apertura semejante. Aquella cueva, según lo todo lo que sabían, no podía existir. Y sin embargo, allí estaba.
Desde dicha abertura no sólo entraba la luz del Sol — o de aquello que suponían debía ser el Sol—, sino también una serie de cascadas de agua que formaban la corriente que proseguía por donde ellos habían venido y que llevaba al exterior las monedas que las gentes del pueblo habían ido encontrando a lo largo de los años. Las monedas, por cierto, ocupaban buena parte de la sala, formando varias pilas de tamaño tal que intentar contarlas hubiera sido absurdo. Todavía más curioso era comprobar como la mayoría de aquellas monedas no podían ser calificadas como óxidas, pues no había rastro de la patina que cubría a las que tras las lluvias se encontraban a lo largo de la ladera. De entre los diferentes montículos, solo unas pocas presentaban aquella mácula y era precisamente estas las que la corriente de agua se llevaba, casi como si escogiera cuales transportar, aunque ello no tuviera ningún sentido.
Ahora bien, aunque todo lo dicho era extraordinario por sí mismo, ni Ákram ni Mo le dedicaron demasiada atención, pues ambos estaban por completo concentrados en dos elementos que dominaban la enorme estancia, ocupando la mayor parte de la misma.
A su izquierda, una pila de huesos descansaba perfectamente ordenada, formando el esqueleto de una extraña criatura, una bestia que debió ser enorme en vida. Ninguno de los dos muchachos supo identificarla, pues para empezar nunca habían visto ningún animal tan grande. Poseía una colosal cola y cuatro extremidades grandes como columnas, terminadas en afiladas garras que les hizo pensar en alguna clase de depredador, pero ¿De qué se alimentaría una bestia de ese tamaño? De lo que debieron ser sus espaldas brotaban un par de extensiones que supusieron que eran sendas alas, pero ¿Qué animal tenía cuatro patas y dos alas? Y además ¡De aquel tamaño! Ninguno, que ellos supieran. Y su cráneo, más grande que ellos mismos, mostraba unas mandíbulas poderosas, llenas de unos dientes que les hicieron sentir un escalofrío ante el mero pensamiento de ser devorados por aquella titánica bestia. Y para terminar, en su testa podían contemplar cuatro cuernos, dos a cada lado, similares a los que poseería un ciervo, solo que, por supuesto, eran mucho más grandes.
Ahora bien, si en la cueva solo hubieran encontrado aquello, se habrían marchado con muchas preguntas y los zurrones bien cargados de monedas. Hubiera sido una historia de esas que se cuentan a altas horas de la noche en la taberna, pero que ninguno de los oyentes acaba de creerse nunca. Por suerte o por desgracia, al lado derecho de la cueva había otra criatura, no igual a la otra, pero muy similar: cuatro extremidades inferiores, más dos poderosas alas que, para poder volar, debían soportar todo el peso de aquel voluminoso cuerpo, rematado por una cuello al final del cual una cabeza de aspecto feroz esperaba, mostrando incontables dientes en su boca dispuestos a devorar, dos cuernos enormes y retorcidos, así como un par de ojos de color desconocido, pues permanecían —de momento— cerrados. Porque, esto era lo preocupante, aquél monstruo no estaba muerto, como su compañero, sino vivo.
Todo indicaba que permanecía dormido. Su cuerpo estaba recubierto de escamas de color negro carbón y su tórax se hinchaba y desinflaba con sus respiraciones. Eran lentas, lo que parecía denotar que la criatura no había descubierto su presencia, pero ambos sintieron que podía despertar en cualquier momento.
Ákram y Mo se miraron con temor. Ninguno dijo nada, pues tenían miedo de despertar con sus voces a la criatura, pero sus miradas lo dijeron todo: «En nombre de los doce dioses ¡¿Qué demonios es eso?!».
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