Lo que sigue es un relato corto, la primera parte de una serie que iré publicando en el blog. Espero que os guste.
La gente que los conocía podría haber descrito de muchas formas a Ákram y a su amigo Moadhal, también llamado Mo por sus amigos. Así, por ejemplo, la mayoría los habría descrito como dos muchachos felices, algo que quizás penséis que debería haber sido lo normal en unos niños de su edad, pero que no lo era tanto en aquella época ni en aquellos parajes. Y quizás por ese motivo es que quienes conocían a Ákram y a Mo tendían a pensar de ellos que eran afortunados, como si fueran de esa clase de gente a quienes la fortuna les sonríe en todo lo que emprenden.
Las tierras en las que crecían eran fértiles, revestidas de una vegetación que dotaba por completo de un verde intenso el paisaje que rodeaba su pueblo. Aquí y allá, uno podía ver palmeras de los más diversos tamaños, plantas de hierbabuena que liberaban su aroma en el ambiente, acompañadas por agaves, como si estos fueran sus recios guardianes. Y si uno se alejaba un poco del camino podía entrar en los terrenos cultivados, donde crecían árboles frutales, como limoneros y naranjos. Sus frutos aportaban al paraje un punto de color, junto a las flores de los pelargonios y de las buganvillas.
La mayoría de estos campos estaban situados al norte del pueblo, ya que su lado sur estaba ocupado por la montaña más alta de la región, la cual había sido coronada por un imponente castillo tiempo atrás, si bien del mismo ya solo quedaban ruinas. Estas se componían de una suerte de muros derruidos, cascotes y bloques de piedra tallada que, aunque servían para hacerse una idea de cómo había sido la construcción antaño, distaban mucho de poseer la gloria que aquella fortaleza había presentado en el pasado.
Precisamente era en la falda de aquella montaña donde estaban en ese momento Ákram y Mo, sentados, esperando la lluvia que quizás, solo quizás, les traería el tesoro del que tanto habían oído hablar.
Ninguno de los dos era codicioso, pues cada uno consideraba, a su manera, que la vida lo trataba relativamente bien. Por un lado, Ákram había crecido en un hogar cariñoso, con una familia que había procurado proporcionarle, dentro de sus posibilidades, todo lo que un niño necesita para crecer sano y feliz. Puesto que eran de origen humilde, Ákram ayudaba en el trabajo tanto como podía, pero cuando terminaba la jornada siempre tenía un rato para estar con sus amigos, en especial con Moadhal. En cuanto a Mo, su vida no era tan fácil, siendo como era el hijo adoptivo del clérigo del pueblo, un hombre estricto que no veía con buenos ojos la amistad de los dos muchachos ya que, según él, no hacían otra cosa que perder el tiempo. No obstante, ni siquiera él podía impedirle a Mo que pasara todo el tiempo posible junto a Ákram.
Por supuesto, si se les preguntaba a ellos, responderían que en aquel momento no estaban ni mucho menos perdiendo el tiempo, sino esperando a su oportunidad para hacerse con el tesoro. Ákram lo quería pues con él esperaba poder ayudar a su familia y a otras personas queridas, para que nunca más tuvieran que trabajar ni pasar hambre; mientras que Mo lo deseaba para convertirse en alguien importante, con poder suficiente para no tener que volver a ver a su padre adoptivo nunca más.
En todo caso, ninguno de los dos creía que aquello fuera una pérdida de tiempo, tan convencidos como estaban que, cuando lloviera, la corriente los llevaría hacia el origen del tesoro. En sus manos sostenían cada uno un puñado de monedas ennegrecidas por el paso del tiempo, pues eran antiquísimas. Seguramente, algún estudioso cultivado de la capital hubiera sabido datarlas, pero su antigüedad era un detalle que no interesaba a los muchachos, quienes las llamaban “óxidas”, pues creían que el color que presentaban era causado por el óxido, aunque en realidad no era sino la pátina que cubre los metales más nobles al pasar el tiempo, pero que no los daña y que se puede limpiar fácilmente. ¡Ay, si hubieran sabido como podían resplandecer aquellas monedas y cuánto valor tenían realmente! La verdad es que no hubieran necesitado hallar ninguna más para gozar de una vida de comodidades.
También es cierto que, aunque lo hubieran sabido, es probable que hubieran seguido allí, pues lo que más les interesaba de todo aquello era la sensación de estar viviendo una aventura, sobre todo porque la estaban viviendo juntos.
Hacía tiempo que, tanto ellos como el resto de sus amistades, habían planificado lo que harían el día que se previeran lluvias torrenciales. Y es que el origen de las monedas que tenían entre las manos era ese, pues las habían recogido un día en que la noche anterior había llovido a raudales. Tras salir a dar un paseo, su sorpresa fue mayúscula cuando encontraron las mencionadas monedas. Más adelante, hablando con sus amigos, se habían percatado más pronto que tarde de que no eran los únicos que habían encontrado piezas como aquellas. Y aún mejor era que, según les habían contado algunos padres, no era la primera vez que sucedía algo semejante.
Resultaba que, cada vez que los cielos dejaban caer lluvia en abundancia, aparecían algunas de aquellas monedas a lo largo de la sierra. A veces menos, a veces más, pero siempre sucedía. Tan común era, que los adultos del pueblo habían dejado ya de darle importancia hacía mucho, y lo consideraban un fenómeno peculiar que solo podía interesar a los más jóvenes de la población, que se podían entretener buscando aquellas antiguallas que pensaban que no tenían valor alguno. Quizás os resulte sorprendente que pensaran así respecto de las monedas. Y no sois los únicos, pues Ákram y Mo estaban igual de sorprendidos, aunque saber si era porque su ilusión infantil les dejaba intuir el valor real del metal a través de la pátina que lo cubría o si es que eran más inteligentes que los adultos, aún estaba por ver.
Fuera como fuese, todo su grupo había coincidido en que aquellas monedas debían, por fuerza, tener un origen. Un lugar que debía estar a rebosar de aquel tesoro y que, con cada lluvia, dejaba caer algunas monedas ladera abajo, quedando estas desperdigadas por la misma. Por ello, buscaron y rebuscaron en no pocas ocasiones, pero jamás dieron con la fuente del botín. Quizás era llegados a este punto en que los adultos, cuando habían tenido su edad, habían desistido, olvidándose entonces del tema. No obstante, Ákram y Moadhal no solo eran felices y afortunados, eran también tercos como una mula.
Por ello es que instigaron al resto de su grupo a urdir un plan que les llevara hasta el tesoro. Fue así como decidieron que durante la próxima gran lluvia se dirigirían hacia la montaña y, por mucho que lloviera, buscarían el rastro de monedas hasta dar con su origen. Por eso, aquel día, en cuanto los mayores declararon que iba a caer un buen aguacero, los muchachos supieron que había llegado el momento.
Por supuesto, conforme se acercaban las nubes el grupo se había ido reduciendo, pues a la mayoría de niños y niñas no les gustaba mojarse, quieras tú que no. Y quizás fueran estos trásfugas los que dieron el aviso al resto de progenitores, pues al rato llegaron los respectivos familiares de todos ellos, riñendo y amenazando para que se fueran a casa con ellos de una vez ya.
Y así fue como se quedaron Ákram y Mo solos, pues ambos se habían escondido a tiempo, pasando desapercibidos para sus familias. Aun así, antes de marcharse, estas habían lanzado unos últimos gritos pidiéndoles que volvieran a casa. Si algo les había quedado claro es que el padre y la madre de Ákram estaban muy preocupados y le rogaban que regresase, mientras que el Sr. Alauster, el padre adoptivo de Mo y clérigo del pueblo, tenía bien claro que le pensaba dar una buena tunda cuando entrase en razón y volviese.
En principio, ninguno de los dos contempló ni por un segundo el volver a casa, por lo que permanecieron por la zona jugando, riendo y fantaseando con cómo gastarían todo aquel dinero que iban a encontrar y que, además, ya solo tendrían que partir en dos partes. Eran la viva imagen de la felicidad, riendo y bromeando acerca de su prometedor futuro, pero fue llegando la noche y allí no caía ni una gota, así que Ákram resolvió que aquel no era su día.
—Deberíamos volver a casa —sugirió.
—No sé —respondió Mo—. A estas alturas ya esperaba ser rico y no tener que regresar, la verdad. Si vuelvo ahora me van a dar la azotaina de mi vida.
—Pues vente conmigo a mi casa —replicó Ákram, con inocencia infantil.
—¡No seas bruto! Tus padres no son los míos, no estaría bien eso, con lo que tendría que acabar volviendo con mi señor padre y creo que cuanto más tarde más grande será la paliza.
—Tu padre sí que es un bruto —respondió Ákram, compadeciéndose de su amigo. No obstante, se arrepintió al momento, pues sabía por experiencia lo que sucedería a continuación.
—¡Tú que sabrás! Mi padre será estricto, pero me quiere. Si alguna vez me da algún golpe es para hacerme entrar en razón, que ya sabes que soy duro de mollera.
Y sin más, se levantó, saludó con la mano y, sin mediar palabra, se marchó camino abajo. Ákram esperó unos minutos y luego empezó a caminar por el mismo sendero. Si no había emprendido la marcha al mismo tiempo que su amigo, era porque sabía que estaría enfadado y hubieran andado en silencio, cosa que prefería evitar. Cuando eso sucedía, casi podía asegurar que le dolía, aunque de una manera que no habría sabido explicar.
Cuando ambos llegaron a sus casas ya era de noche. El recibimiento, eso sí, fue muy distinto. Ákram recibió una reprimenda y un abrazo, bajo la promesa de que nunca más les daría un susto así. Mo, en cambio… podéis imaginar lo que sucedió.
La verdad sea dicha, ninguno recordaría aquella noche por ninguno de estos sucesos, sino por lo que vino a continuación. A los pocos minutos de estar ya bajo techo, empezó a caer de repente y con gran fuerza la lluvia, como si la misma diosa de las aguas hubiera dispuesto un mar entero encima del pueblo y lo hubiera dejado caer de golpe. Tan intensas fueron las lluvias, que los niños y algún adulto llegaron a pensar que no sobrevivirían hasta el amanecer. Por suerte y pese a que hubo grandes destrozos materiales, incluida la caída del techo del templo y algunas casas que quedaron en ruinas, el mal clima no se cobró ninguna vida.
Por una parte, el intenso miedo que sintieron es lo que Ákram y Mo deberían haber recordado pasados los años, pero junto con él llegó poco después otra emoción igual de penetrante: la alegría incontenible que sintieron cuando, en su primer paseo por la montaña tras las lluvias, encontraron más monedas de las que nunca antes habían visto juntas. Decenas, ¡no, centenares de ellas!
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