El Tesoro bajo la montaña. Parte 3ª: El día que nos convertimos en adultos.

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En aquella cueva, todo había dejado de tener sentido. Para empezar, el tiempo pareció dejar de fluir de la manera usual. Tanto para Ákram como para Moadhal, el paso del mismo daba la sensación de haberse enlentecido, aunque en realidad se debía a que sus mentes bullían de ideas, saltando de una a otra sin control alguno. ¿Qué eran aquellas criaturas? ¿Cómo había muerto la que ahora no era más que una pila de huesos? ¿Iba a despertar la que parecía estar durmiendo? ¿Cómo es que las gentes del pueblo no sabían de su existencia? ¿Acaso no salía a cazar nunca? ¿Les devoraría sin compasión, sin que sus restos fueran ya jamás encontrados? ¿O en tal caso fluiría tarde o temprano lo que quedara de ellos hacia la villa, junto a las monedas, las “óxidas” que les habían atraído hacia allí? Y de hecho, ¿por qué había en aquella cueva aquel tesoro? ¿Quién lo había puesto allí y qué relación tenía con las bestias que habitaban la gruta?

No obstante, no era solo eso lo que sucedía, pues el transcurrir natural del tiempo se veía en verdad afectado en aquel lugar, sin que ellos lo supieran. Así, aunque sus cuerpos no lo sintiesen, sus respectivos espíritus estaban cambiando de una manera antinatural para alguien de su edad. Cuando salieran de la cueva, sus mentes ya no serían las de dos jóvenes, su determinación y su forma de pensar cambiaría radicalmente, como si hubieran vivido décadas de experiencias. Pronto quedaría patente, eso sí, que esto era más cierto para Ákram que para Mo, pero no adelantemos acontecimientos.

De momento, hablemos de lo que experimentó el primero, aunque las palabras se puedan ver limitadas a la hora de describir lo que vivió ese día. Veréis, cuando hubo pasado un rato, determinó que, si nadie en el pueblo había visto antes a aquel monstruo, debía ser por estar este dormido desde hacía años. Con este razonamiento en mente y pensando que ya sería mala suerte que despertase la bestia justo en aquel momento, se dispuso a explorar la cueva y todo lo que en ella pudiera hallar.

En su andar, encontró a los pies del gigantesco esqueleto una piedra tallada en forma de losa, grabada con una serie de inscripciones que, pese a no ser caracteres que Ákram pudiera reconocer, le resultó evidente que componían alguna clase de texto. Se acercó con cuidado, como si aquella tabla lo estuviera llamando, aunque no habría sabido explicar porqué se sentía así. Cuando estuvo a apenas a unos palmos de la piedra, le dio la sensación de que los caracteres brillaban con una tenue luz propia, sintiendo entonces el impulso de tocarlos. Acercó a ellos sus manos y repasó con sus dedos los surcos escarbados en la piedra. Al principio, nada pareció suceder, pero cuando hubo terminado de repasarlos todos, la luz abandonó su levedad y se tornó mucho más intensa, estallando como si estuviera liberando una estrella que hubiera estado atrapada dentro de la piedra hasta ese momento.

De todo esto, Moadhal nunca llegó a ser consciente, pues en realidad todo sucedió en el espacio de unos segundos, en los cuales él se había visto atraído hasta la colosal bestia. La miró atento, admiró el poder que era evidente que la criatura sería capaz de desatar. La envidió, tan poderosa, tan grande y ajena al resto del mundo, como si su grandiosidad fuese tal que no le era necesario atender a lo que sucedía fuera de sus dominios, pudiendo entonces descansar en paz, sabiéndose invulnerable a cualquier amenaza. Sí, la envidió y la odió por todo ello. Luego, observó las montañas de monedas a su alrededor y meditó sobre la relación que debían tener con aquel animal.

Sin embargo, mientras el corazón de Moadhal se tornaba amargo, la suerte de Ákram había resultado ser, una vez más, notablemente mejor. Mientras su amigo se enfrentaba a sus propios demonios, el azar o quizás alguna fuerza desconocida, ajena al mundo de los mortales, le había llevado a un destino mucho más favorable. Su mente fue transportada, por decirlo de alguna manera, muy lejos de aquella cueva. Se encontraba en un prado, verde intenso, que parecía llegar sin interrupción hasta el mismo horizonte. Bajo el cielo azul, despejado de nubes, sintió una tranquilidad como nunca antes había sentido.

Permaneció allí, sentado, disfrutando de una calma inédita para él hasta entonces. Estaba en paz, alejado de todo lo que le pudiera haber preocupado si su vida hubiera sido la de un joven campesino ¿Lo había sido alguna vez o solo fue un sueño? Los recuerdos se confundían en su cabeza, pero eso no era importante. A su alrededor empezaron a aparecer progresivamente una serie de insectos de colores, mariposas cuyas alas aportaban radiantes tonos al hasta ese momento uniforme paisaje. Las observó y entendió lo que significaban.

Observó a lo lejos y divisó un gran árbol en el horizonte, tan enorme que sobresalía por encima de todo. ¿Siempre había estado allí? ¿O había crecido mientras él no miraba? Se acercó con curiosidad y vio que entre sus ramas habitaban ardillas y lindas aves, sus nidos ocultos entre el frondoso follaje. Observó aquellos seres y, de nuevo, entendió lo que significaban.

Finalmente, la calma llegó a su fin. El cielo azul quedó desgarrado cuando una intensa llamarada lo cruzó, llenando el firmamento con una cicatriz roja y brillante que anunciaba la llegada de una novedad a aquellas tierras: La muerte.

Cayó, como no podía ser de otro modo, justo encima del árbol. Poco a poco, las llamas se extinguieron hasta que Ákram pudo volver a acercarse al lugar del impacto. Esperaba encontrar un enorme cráter, una herida abierta en aquel lugar, que hasta entonces había sido un paraíso. No fue eso lo que halló, pues de alguna forma el árbol había logrado resistir el impacto. Incluso daba la impresión de que este había luchado activamente para proteger aquellas tierras de tan cruel agresión: Sus hojas habían quedado reducidas a cenizas y sus ramas estaban ahora calcinadas; pero en vez de haber sido completamente destruidas parecían haberse movido en última instancia, atrapando entre ellas la roca que había llegado de los cielos. Su copa y tronco habían quedado tiznados de un color negro carbón, solo quedando incólumes las raíces, que habían servido, ¡milagro! como refugio para los animales que habían hecho del árbol su hogar.

Su alegría duró poco, pues lo que le había parecido una mera roca llameante caída del cielo, un desafortunado accidente cósmico, empezó a abrirse, liberando de su interior un horrible monstruo, una oscuridad que resultó ser una auténtica maldición, que haría de aquel paraje el objeto de su malicia. Vio muchas más cosas y de todas ellas entendió su significado, pues no sería la primera vez que visitaría aquel lugar.

Como decía, Moadhal no tuvo tal suerte y únicamente pudo llegar a sus propias conclusiones, sacadas a partir de sus pensamientos e ideas preconcebidas, sembradas en él por un hombre miserable. No es que el destino no lo hubiera escogido, sino que, aunque las mismas fuerzas que alcanzaron a Ákram intentaron hacer lo mismo con él, su corazón ya había quedado demasiado lleno de amargura por culpa de las enseñanzas del Sr. Alauster. Por tanto, su camino no podía ser sino más desagradable y tortuoso.

Cuando vio a la criatura en la cueva, no entendió lo que representaba, no supo que es lo que tenía delante. Sencillamente vio un montón de huesos y a su lado una bestia enorme. La temió, pero supo que había existido al menos otra como ella y que había sido derrotada. Se sintió aterrado y deseoso de demostrar que era capaz de vencerla, todo ello al mismo tiempo. Contempló la ingente cantidad de resplandecientes monedas que había a su alrededor, así como los otros objetos, igualmente valiosos, que fue encontrando a medio enterrar entre las mismas: relucientes piedras preciosas de diversos colores, armas y armaduras de bellísima factura, cálices y coronas con joyas engastadas y muchos más, de todos los cuales se podía intuir su gran valor.

Imaginó la cara que pondría su padre cuando le llevase aquel tesoro. ¡Sí, su padre, pues ahora no tendría otra que considerarlo como a un hijo! Alargó la mano para llevarse consigo tanto tesoro como pudiera. Ya tenía lleno medio morral cuando llegó hasta su lado Ákram, quien se mostraba alterado, como si Moadhal estuviese cometiendo una atrocidad, en vez de hacer justo lo que llevaban tantos años planeando.

—¡Detente, infeliz, antes de que desates el mal sobre todos nosotros! —exclamó, al tiempo que intentaba quitarle el zurrón de entre las manos— Devuelve todo al lugar en el que estaba, por favor.

Aquel era Ákram, sin duda, ya que así lo demostraban su cuerpo, su faz e incluso la voz con la que le hablaba, pero había algo en su forma de hablar, en las palabras escogidas por este y en el tono empleado, que le hizo pensar a Moadhal que, si aquel era su amigo, le había pasado algo muy extraño. No es casualidad que Ákram pensase exactamente lo mismo al oír su respuesta.

—¿Que me detenga? —gritó— ¡Infeliz seré si habiendo llegado hasta aquí me obligas a volver con las manos vacías! ¿Sabes cuantos golpes he recibido por seguirte la corriente en tus patochadas? Y ahora que llegó el momento de que me compenses y de probar mi valía ante mi padre… ¿Me obligas sin razón a dar media vuelta y marcharme sin más? Estás loco si crees que lo haré.

El semblante de Ákram reflejó su pena ante los reproches de Moadhal, pero no retrocedió ni un ápice. No iba a dejarse convencer tan fácilmente. Mo prosiguió con su tarea, metiendo más monedas dentro del zurrón, al menos hasta que Ákram alargó la mano con un ágil gesto, de nuevo podríamos decir que impropio de él, quitándole la mochila sin apenas esfuerzo. Moadhal fue a reaccionar con furia, pero antes de que pudiera recuperar lo que consideraba que le pertenecía, su amigo dejó caer al suelo de nuevo el contenido, solo entonces devolviéndole el morral.

Moadhal se sintió insultado. Se había sentido durante años maltratado por su padre, ninguneado por el resto. Por todos menos por su amigo. Y si resultaba que este también le había estado manipulando, ¿Qué le quedaba? Pensó en todas las palabras amables, en los gestos de cariño que creía haber vislumbrado hacía unas horas. ¿Acaso Ákram había estado manipulándolo para lograr sus objetivos? ¿Iba a desprenderse ahora de él, tras abusar de una mente que debía haber sabido que era proclive al pecado, para así quedarse con el tesoro para él solo?

—Si me dejas que te lo explique, verás que lo mejor que… —Empezó a decir Ákram. Quería que entendiera los motivos que le habían llevado a cambiar tan drásticamente de parecer, pues sentía que se lo debía a su más querido amigo. No obstante, este había sido afectado por una fuerza opuesta en naturaleza e intenciones a la que lo había alcanzado a él. Y por ello es que no quiso escuchar lo que Ákram tenía que decirle. Mo se lanzó sobre el que había sido hasta ese momento su amigo e intentó darle un puñetazo. Fracasó, porque recordemos que la mente de Ákram había sufrido cambios de los que ni tan solo él era aún consciente.

Fracasó, porque la mano del propio Ákram se había interpuesto, bloqueando el puño enemigo con facilidad. La furia empujaba a Moadhal, pero Ákram tenía la mente fría como nunca antes. Sabía exactamente lo que tenía que hacer, aunque le doliese: Debía proteger aquel lugar costara lo que le costara. Sin embargo, no era la única misión que se le había encomendado, sino que también tenía que proteger lo que había sido más sagrado para quienes construyeron aquel lugar.

Los golpes de Moadhal prosiguieron uno detrás de otro y todos fueron detenidos por Ákram, con tan poco esfuerzo que no parecía ni cansarse, aunque su preocupación iba en aumento pues su amigo no parecía querer atender a sus insistentes súplicas. ¿Cómo detenerlo entonces?

Algo similar se preguntaba Mo. “¿Por qué no puedo detenerte, maldito malnacido?”, pensó. Bullendo de rabia, echó mano del arma que tenía más cercana, la navaja que llevaba en el bolsillo habitualmente, para con ella pelar los frutos que podía coger en sus paseos por el campo. Un objeto diseñado para pelar naranjas, sí, pero igualmente capaz de atravesar con facilidad la piel y carne humanas.

Intentando ocultar el arma, lanzó lo que él quería que su rival interpretase como un nuevo puñetazo, pero que en realidad era un intentó de clavarle el filo de la navaja. Las habilidades de Ákram todavía no habían tenido tiempo de desarrollarse por completo, pero por suerte Moadhal tampoco tenía experiencia en peleas reales. Cuando algo detuvo su arma, pensó que lo había logrado. Ákram había interpuesto su mano, había caído en su engaño y ahora estaría herido. Sin embargo, el semblante de aquel seguía impertérrito y cuando Mo se fijó, vio que este había detenido el arma con su mano desnuda, dejando pasar el filo justo entre dos dedos, golpeándose entonces el mango del arma contra estos cuando habían sido cerrados. ¿Cómo era posible? ¿había sido mera suerte? Por la palma de la mano de Ákram ahora caía un filo hilo de sangre, sí, pero no parecía haber recibido más que un rasguño. Se había movido tan rápido que costaba creer que ningún hombre pudiera tener tales reflejos, pero seguía siendo susceptible a ser herido por un arma afilada.

Con esta idea en mente y aun espoleado por la furia y el rencor, corrió hacia una espada que había entre una de las montañas de monedas cercanas. Era un arma regia, que otrora debía haber pertenecido a un noble de alta alcurnia o a un rey quizás. Pero en aquel momento no era sino el arma de un demente, de un desgraciado que había perdido todo sentido de la razón. Y, en consecuencia, se lanzó contra el otro enarbolándola sin atender a lo que este le decía.

Si la lucha se hubiera desarrollado con normalidad a partir de este punto, quién sabe qué habría pasado. Cabe la posibilidad de que las nuevas habilidades de Ákram se hubieran vuelto a imponer, pero quizás su férrea decisión de no dañar a su amigo le habría costado la vida. Podemos aventurar que tal vez Ákram habría acabado por agotar a su oponente hasta que este no hubiera tenido otra que escucharle, entrando entonces en razón. Podemos aventurarlo, porque fue la presencia que se había enroscado en torno al alma de Mo la que intervino para sacarlo de allí, por lo que es de asumir que era de su interés que este se marchase cuanto antes.

Para lograrlo solo tuvo que abrir un ojo. Sí, así de sencillo fue, pues cuando uno toma la forma de un aterrador lagarto durmiente de varios cientos de toneladas, le basta con abrir un ojo para hacer que el enemigo —más bien la presa—, salga corriendo despavorido. Y eso era justo lo que la criatura necesitaba en aquel momento, pues cuando se lleva vivo desde el principio de los tiempos, se aprende a ser paciente.

A partir de ese día las vidas de Ákram y Mo quedaron separadas, aunque su historia juntos aún no había terminado. Cuando Moadhal llegó al pueblo, su padre no quiso escucharlo y la emprendió con él. Con solo oír el nombre de Ákram tuvo suficiente y castigó físicamente al niño que había tomado como protegido. El Sr. Alauster no solo lo golpeó, sino que le insultó de mil maneras, afirmando que era un pecador y que aquello que él creía que había estado haciendo con Ákram demostraba que su alma estaba perdida, condenada sin remedio.

—No, padre —le respondió Mo, con dificultades debido al dolor, pero aún determinado a explicarle lo sucedido—. No es como piensa usted. Acompañé al malnacido, pero cuando llegamos dónde él quiso, me di cuenta del engaño. ¡Ya nunca más caeré en sus tretas! Soy más fuerte que nunca antes y la fe es más vigorosa en mi corazón.

—¿Y a qué se debe este cambio? —preguntó el clérigo, desconfiando del muchacho que tan obstinado se había visto en sus vicios hasta ese momento. ¿Se había doblegado su voluntad ahora, cuando ya había perdido la esperanza de que tal cosa sucediera?— ¿Qué han contemplado tus ojos, que te han hecho cambiar de parecer cuando mis palabras siempre fracasaron en tal misión?

Moadhal se lo relató todo, incluso las partes que más le avergonzaban, aunque siempre explicando que ahora ya estaba libre de las tentaciones infernales de aquel muchacho y que cuando lo volviera a ver no sería sino para matarlo. Cuando pronunció esta última palabra sintió arrepentimiento al instante, aunque se cuidó de contarle esto al clérigo y se juró que no volvería a dudar. Un traidor como Ákram no merecía su piedad.

Cuando la narración de Moadhal llegó al momento en que entraron en la cueva, supo por la expresión del Sr. Alauster que este no se estaba creyendo ni una palabra. No obstante, esto cambió cuando le mostró la espada que había robado, pues, aunque Mo no se había dado cuenta aún, Alauster sí supo al momento que se trataba de un arma encantada. Nunca antes había visto ninguna, pero su formación como clérigo le permitió percatarse en seguida del aura que rodeaba a aquella espada. Creyó a Moadhal y juntos planearon el saqueo de la cueva. Y mientras Mo pensaba que eso los convertiría en las personas más importantes, ricas y poderosas del pueblo, de la región e incluso quizás del reino, el Sr. Alauster pensó en cómo lo iba a ser él y en cómo, al final, tantos años de esfuerzo por educar a su siervo habían dado su fruto. Ciertamente los dioses estaban de su parte.

Ákram llegó horas más tarde al pueblo. Tras la marcha de Mo, había seguido explorando los entresijos de la cueva y había logrado entender mejor todavía los secretos que esta albergaba. Sabía que le quedaba un largo camino por delante si pretendía lograr el objetivo que le había sido encomendado, así que aun con el temor que sentía ante lo que tenía que hacer, emprendió el descenso hacia la villa.

En ningún momento sintió la tarea que debía cumplir como una imposición ni como una carga. Sabía que aquella fuerza lo había escogido porque su mentalidad, su forma de ver el mundo, era ya la idónea antes de haber entrado en contacto con ella. Por ello, aunque sabía que la idea implantada en su mente era ajena a su persona, la sintió casi como suya, algo que quizás hubiera decidido él con el tiempo, si hubiera descubierto el funcionamiento de los mecanismos que mueven el mundo. Pero de eso se trataba, ¿no? No había tiempo para que nadie los descubriera por sí mismo y por eso había sido escogido. Ahora ya empezaba a entender dichos mecanismos y lo que debía hacerse para preservarlos.

Regresó con su familia y con pesar les explicó lo que iba a hacer. Todos ellos se mostraron extrañados e intentaron desalentarlo, sin entender a qué venía aquella decisión suya.

—Ahora no lo entendéis —les respondió con pesar, al tiempo que extraía de su bolsa una copa de cobre y manufactura sencilla—, pero pronto estaréis en peligro. Entonces vendré en vuestra ayuda y me creeréis. Hasta ese momento, os pido que no bebáis del agua de este barril.

Acto seguido, recogió de dicho recipiente un poco de agua con la copa. Y sin beberla, se marchó con ella entre las manos, procurando no derramarla.

A la mañana siguiente las noticias volaron entre los habitantes del pueblo. De repente Moadhal ya no era un chiquillo malhablado e impertinente, del cual nadie podía saber cómo es que el perfecto Ákram se había hecho amigo. Ahora Ákram era tratado como un enajenado que había decidido irse a vivir al monte, dejando a su familia sin su ayuda, tan necesaria. Y como quiera que la tarde anterior la gente lo vio con Mo, fueron varios los que fueron a preguntarle a este si sabía qué le había pasado. Y este se lo conto, si bien no todo, si lo que le interesaba. Relató que su amigo había encontrado la cueva y como en ella habían encontrado oro suficiente como para lograr que el templo creciese lo indecible. Algo que, según él y el Sr. Alauster, agradaría a los dioses y convertiría el pueblo en una ciudad prospera que crecería a lo largo de los años, atrayendo más y más riquezas para todos ellos.

Explicó como, además del tesoro, allí habían hallado una gran bestia, un avaricioso demonio devorador de hombres al que Moadhal había jurado vencer para beneficio de todos ellos. Al tiempo y según juró, Ákram había vendido su alma a la criatura a cambio de poderes demoníacos, razón por la cual ahora era su siervo y por ello se había marchado a vivir a la montaña, junto al que ahora era su amo y señor.

Fue mediante este discurso que convenció a muchos habitantes del pueblo para, al día siguiente, ir a buscar la susodicha cueva, acabar con Ákram, con la bestia y llevarse el tesoro. Así lo hicieron, pero la confianza que Moadhal hubiera generado en ellos fue rápidamente perdida cuando no encontraron ni rastro de la cueva.

—Por favor, padre, ha de creerme usted, ¡estaba aquí mismo! —suplicó, postrándose ante el clérigo, mientras la mayoría de quienes los habían acompañado emprendían el camino de vuelta, quejándose e insultándole.

—No sufras… hijo —respondió Alauster, prácticamente escupiendo la última palabra—. Sé muy bien que no mentiste, ya no eres un niño perdido en tus juegos infantiles. La espada que trajiste así lo demuestra. No obstante, ahora será mucho más complicado volver a convencerlos para que se unan a nuestra causa.

—¿Qué debemos hacer entonces? Ordena y así lo cumpliré.

—Lo primero será encontrar esa condenada cueva, que debe estar protegida por la magia del demonio que la habita. Si se la mostramos a los feligreses, no dudarán en ayudarnos. Y en caso de que no diéramos con ella, tendríamos que obligar a tu amigo a que nos diga como hallarla.

—De acuerdo, padre —respondió Moadhal, con seguridad recién ganada al ver que seguía confiando en él.

Buscaron la cueva durante días, sin encontrar ni rastro de la misma. Pero pasaron semanas y lo que sí localizaron fue al propio Ákram, quien se había establecido en una explanada cercana a las ruinas del antiguo castillo. Allí había construido una pequeña choza donde residía y al lado había dispuesto un pequeño huerto, suficiente para proveerse él mismo de alimento. Sin otras pistas que seguir, Moadhal y algunos de los hombres más fieles al templo fueron hacia allí con intención de hacerle confesar qué debían hacer para encontrar la entrada a la caverna.

Dicha visita terminó exactamente igual que todas las que la siguieron, que no fueron pocas: Con los invasores rechazados, pero sin sufrir estos ninguna herida, solamente terribles humillaciones tras ser vencidos por un hombre desarmado, con la mera ayuda de sus manos desnudas.

Ninguno de ellos, ni siquiera Moadhal, entendía que cada momento que pasaba Ákram en la cueva era para su mente y su espíritu mucho más tiempo del que pasaba naturalmente para su cuerpo, por lo que cada día que transcurría sus habilidades mejoraban. Cada envite, cada espadazo lanzado por sus enemigos, era evitado con suma facilidad. Ni aun atacándole varios a la vez eran capaces de causarle ningún daño y, como quiera que él tampoco los agredía en ningún momento, estos se terminaban marchando por mero cansancio o por miedo, pues llegados a cierto punto ya estaban convencidos de que el muchacho había sido, efectivamente, poseído por el espíritu maligno que habitaba la montaña.

Harto de aquellos infructuosos encuentros, Moadhal pidió consejo a su padre acerca de cómo actuar. Su respuesta le heló la sangre, pero antes de que pudiera quejarse aquel ya había detectado sus dudas y le dejó claro que todo lo que hacían tenía como fin último honrar a los dioses. Hicieran lo que hicieran, siempre sería con las más nobles intenciones, por lo que no podía haber duda en su corazón.

—De acuerdo, padre, haré como me pedís. Será su familia quien pague por sus pecados.

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