Ámsterdam: Anhelos pasados, presentes y futuros.

Llevo una semana en Ámsterdam. Por cuestiones que no vienen al caso, el destino para estas vacaciones familiares (con mi pareja y mi hijo, de 2 años) fue elegido de forma un tanto azarosa, de entre un listado de opciones entre las que la ciudad holandesa resultó ganadora. Como siempre, me llevó un poco hacerme a este nuevo ambiente, al ritmo de la ciudad, sus idiosincrasias. Sin embargo, sucedió algo inesperado.

Detesto las ciudades. Aunque he viajado a unas cuantas, a lo máximo a lo que aspiro es a que me guste visitarlas, pero jamás me puedo visualizar estando en ellas más que unos días. Su ritmo frenético, su extensión inabarcable, el que sus edificios bloqueen nuestras miradas al firmamento, el ambiente cargado… Todo ello supera en mi mente a la sugerente oferta cultural y de ocio que, la verdad sea dicha, suele estar presente en muchas de ellas. Simplemente, los contras me pesan mucho más que los pros. Por eso, Ámsterdam me pilló a contrapié. Su atmósfera ha resultado ser limpia, su ambiente inusitadamente natural (pues la vegetación está presente allí donde uno mire), la mayoría de los edificios no son mastodontes de hormigón, sino casas o bloques de un par de plantas, y el ritmo de la ciudad da la impresión de ser calmado, a pesar de que las gentes van y vienen sin cesar. En esto último puede tener mucho que ver el que la inmensa mayoría se desplaza por la ciudad en bicicleta, no en coche. Una auténtica rareza, si se la compara con la mayoría de las ciudades occidentales.

Teniendo todo esto en mente, amén de otros detalles que ahora contaré, fue que, paseando por uno de sus preciosos parques, germinó en mí una idea inesperada, un pensamiento que cualquiera que me conozca sabrá que es una verdadera anomalía. Me sentí triste por no poder quedarme allí más tiempo, pero no era solo eso. No era, exactamente, eso.

Existe un término en alemán que me vino a la cabeza tras estar un rato estudiando este extraño pensamiento, observándolo desde todos los ángulos posibles. Sehnsucht1 es la palabra que describe la nostalgia que se siente por un lugar o experiencia que realmente no se ha vivido. Sí, eso era: echaba de menos Ámsterdam.

A estas alturas no tengo dudas, mi mente es experta en chistes de mal gusto, en sabotearme, en no dejarme estar. En general, cuando viajo a una ciudad, tengo que mentalizarme (una vez allí, no siéndome posible lograrlo antes) de que tengo que aprovechar y disfrutar, y para ello obviar todo lo que detesto de las metrópolis y lo que representan para mí (contaminación, deshumanización de sus habitantes, desconexión con las raíces, capitalismo rampante). En este caso, para una vez en la que me gusta lo que encuentro, no puedo evitar pensar en que la ciudad parece abocada a perder aquello que me ha gustado de ella. En que, si vuelvo en unos años, podría haberlo perdido del todo. En que, si hubiese venido hace unos años, quizás no hubiera vuelto a casa. Son preguntas que, en cualquier caso, no tienen respuesta.

Cabe otra aclaración. Puesto que he viajado con un niño de dos años, él ha sido quien ha marcado el ritmo del viaje. Por ello es que ha habido muchos monumentos, museos y atracciones que hemos obviado, bien por su horario incompatible con la vida infantil, bien por su tipología. Por tanto, las tascas, pubs, bares o como se los quiera llamar (allí los llaman Bruin Café2), los he visto solo por fuera. Aun así, ver el ambiente de calma y relax imperante en las terrazas de los locales de diversa índole me ha hechizado.

Además, tanto en las mesas de estos lugares, como en los bancos de los parques o en muchos otros lados, era muy habitual encontrar a alguien leyendo algún libro. Esto es, percibí que esta estampa era significativamente más habitual que en otras ciudades. Y es que parece que en Ámsterdam se toman el arte de la escritura bastante en serio. Muestra de ello serían la biblioteca (un edificio digno de visitar) o las múltiples minibieb3 habilitadas para que la gente deje los libros que ya leyó y se lleve alguno que le llame la atención. No se trata esta última de una iniciativa única de Ámsterdam, pero sí es la primera vez que veo que funciona como debe, sin que estos puestos estén vandalizados, sin que la gente los use para, seamos sutiles, dejar su basura.

De hecho, la oferta artística de la ciudad, en general, es difícil de abarcar. Prácticamente hay un museo por calle y, al menos una parte significativa de los mismos, es bastante decente. Como puntos de interés principal en este sentido, no se puede no mencionar al Museo Van Gogh, al Rembrandthuis o al Moco (Moderno y Contemporáneo, ¡que todo hay que decirlo!).

Por otra parte, cuando dices que vas a Ámsterdam con niños/as la gente te mira raro, te advierte. Sí, el sitio es famoso porque la marihuana es por completo legal (pero no obligatoria, no hace falta ir con miedo a que nos la pongan en el cola-cao), así como por la existencia del Barrio Rojo (mal) y por ser ostentosamente LGTB (bien). Pero hay vida mucho más allá, puesto que varios de los omnipresentes museos resultan atractivos para los más peques, cuando no están directamente pensados para el público infantil (Ej. Museo Nemo o el Artis Zoo). Además, en la ciudad existen no pocos parques repletos de cosas que hacer (granjas de animales, piscinas públicas, trenes que recorren la foresta, parques infantiles y una gran extensión dónde pasear). Hablamos de pseudo-bosques, en los cuales perderse por un camino que da a un claro con algún secreto oculto o en los que encontrar conejos o ranas silvestres no es para nada raro. Es un poco como si la ciudad contuviera en su inmensidad espacios rurales simulados, con todo el potencial que ello implica para los niños y niñas.

Paseando por uno de esos parques fue cuando me descubrí anhelando venir a vivir aquí el día que me jubile. Por supuesto, tuve que echar mano de mi raciocinio. No obstante, el resultado añadió una nueva capa de melancolía por lo imposible. Al fin y al cabo, aunque me imaginé a mi mismo ya entrado en años, leyendo y escribiendo cada día en un rincón de aquellos parques, buena parte de esta extraña sensación partió de ver tan feliz a mi hijo, explorando todo aquello. ¿Anhelo por lo no vivido? ¿Por algo vivido, pero no recordado? ¿O simple y llana envidia?

Volver a revivir la infancia es algo imposible, por lo que no parecía razonable darle más vueltas a esa parte del asunto. En cuanto al presente, no es solo que mi vida esté en mi tierra (mi familia, mi casa, mi trabajo, etc.) y por lo tanto sea imposible trasladarme. Es que, además, no hay que olvidar que he estado hablando todo este tiempo de un lugar que apenas conozco y del que solo he podido vislumbrar pinceladas de su lado más sombrío, pues lo que se muestra al turista es, a menudo, lo más halagüeño. Además, tampoco puedo obviar que quizás he caído en las redes de un lugar utópico. Inexistente.

He visitado Ámsterdam en verano, por lo que no he vivido el resto de sus estaciones (en especial, los inviernos tienen pinta de ser bastante duros) y tampoco me he movido a penas del centro, con todo lo que ello implica. ¿Acaso sé algo de cómo es el día a día allí? ¿De los problemas que afrontan diariamente quienes allí habitan? Por ejemplo, más allá de lo idílico que pueda parecer, ¿Qué problemas conlleva el vivir en una barca? ¿Es más caro que vivir en una casa normal? ¿Qué vale una vivienda en esta ciudad? Y ya puestos, ¿Qué eventualidad pretenden afrontar esas entradas a las casas, por debajo del nivel del suelo? Sinceramente, ni idea. Así de ignorante soy.

Por tanto, anhelo un pasado imposible y un presente inexistente, no está mal. ¿Y qué tal el futuro?
Dicha línea de pensamiento, lejos de resolver el entuerto, resultó ser la última pieza necesaria en este particular instrumento de tortura que me he montado, pues de ahí viene buena parte de la sensación de pérdida, ya que preveo que si quisiera volver a visitar Ámsterdam en el futuro, aquello que me ha gustado de estas tierras puede que ya no estuviera.

Veréis. Pagar en efectivo en Ámsterdam no es lo habitual. De hecho, en algunos lugares es imposible. Diablos4, en uno los principales supermercados (Albert Heijn, algo así como el Mercadona de allá) no se puede ni pagar con tarjeta de crédito, solo con una de débito. El problema es extensivo a muchos negocios de hostelería y comercios varios, así como al sistema de transporte público, que en estos momentos está empezando a limitar la compra de billetes de viaje a la aplicación de móvil pertinente (aunque de momento se puede adquirir en el propio metro, tarjeta de débito mediante). Huelga decir que todo ello parece tener como objetivo último el minimizar el número de empleados necesarios (en el susodicho supermercado se espera que sea el cliente quien use las cajas automáticas) y tiene como principal problema que las personas que, por algún motivo, no se manejen bien con las maquinas, vean limitado su acceso a dichos servicios.

Hablando de limitaciones, igual será que ser padre te hace fijarte en cosas distintas, pero moverte por Ámsterdam con un carrito de bebé es un sin dios. Si vas en bicicleta, el cielo es el límite y la ciudad está pensada para ti. Si eres un peatón, te va a tocar dar más vueltas que una peonza, y subir y bajar más de un escalón pensado para que no entorpezcas el paso de las bicis. Si llevas un carrito de bebé (o silla de ruedas u otro tipo de ayuda similar para desplazarte), la llevas clara. Los pasos de peatones, los bordillos, los accesos, no fueron diseñados contigo en mente. Quizás me equivoque, quizás solo fue mi impresión. Al fin y al cabo solo soy un turista.

Y, de hecho, ese es otro aspecto a tener en cuenta. Parece ser que este año está de moda ir a Ámsterdam (ni idea, como dije, nosotros fuimos de forma bastante aleatoria) y eso se nota, no solo en la propia urbe, sino en las localidades cercanas que intentan sacar rédito de su propio atractivo. En concreto, fue impactante ver los bucólicos campos de Zaandam inundados de turistas. Parece que no sabemos dejar que la belleza del mundo exista sin que la explotemos y, en el proceso, acabemos con ella. Si hay miles de personas en el camino, en el pueblo, este deja de ser un remanso de paz. Pierde su atractivo, pierde su esencia y deja de ser lo que era. ¡Ojo! No solo para el turista, sino también para quien viviera allí.

Finalizo este hilo de pensamientos con una anécdota final. En Zaanse Schans (el barrio más turístico de Zaandam), las calles están inundadas con un mercadillo lleno de diversas chucherías para los turistas. Para mi sorpresa, los precios no eran para nada desorbitados, sino casi que al contrario, así que pronto vi algo que me interesaba: ¡Dientes de mosasaurio! Sin embargo, tras una breve cábala que me hizo concluir que probablemente esos colmillos fueron expoliados de algún yacimiento y que su lugar no debería ser, ni mucho menos, un tenderete en una feria de pueblo, opté por no comprar ninguno. Así, llegando ya al final de las calles, había asumido que no iba a llevarme de allí nada más que algunas fotos, estos pensamientos y un chocolate que dejaba bastante que desear. Sin embargo, en uno de los últimos tenderetes habían libros sobre la Zaanstreek (La región circundante al río Zaan5) y, en concreto, uno que me cautivó de inmediato.

Se trata de la preciosa edición de una colección de bocetos, todos ellos de diversos lugares de la región. No solo denotan un intenso amor por el lugar, sino que también el libro inicia con una potente declaración: «No debemos olvidar lo que hace especial este lugar». No es, por tanto, una declaración de rechazo hacia el visitante o el extranjero, sino una advertencia para quien allí habita, para que no se olviden de ver la belleza que les rodea, que como nuestra propia nariz la mente ignora por mera costumbre, a pesar de que los ojos la perciban con normalidad.

Todo ello me lleva a darme cuenta de que, en suma, lo que me ha cautivado puede ser, o no, una quimera, un ensueño. Pero no importa. Y no importa porque allí donde vivo hay tanta o más belleza y no es solo que al estar acostumbrado a ella no la valore siempre como es debido, sino que además no siempre la he defendido ni reivindicado como merece. Sería, quizás, hipócrita abandonar aquel lugar que siempre he habitado, sin al menos intentar defenderlo y cuidarlo. Luchar para que las generaciones que vendrán puedan disfrutar también de sus maravillas y que no tengan que migrar en busca de lugares más acogedores.


  1. Aunque el alemán y el neerlandés suenen parecido, Sehnsucht es un término que no existe en el segundo de estos idiomas. En cambio, en dicho idioma sí existe el vocablo Plimpplampplettere, referido al juego de lanzar piedras sobre el agua para ver cuántas veces las podemos hacer saltar. Con tanto bosque y zona agreste en los Países Bajos, seguro que no solo es común iniciar juegos como este, sino también practicar el Shinrin-yoku, que no es sino el término japonés que define el salir a dar un paseo por el bosque para respirar aire puro y hallar un poco de paz mental. Y para finalizar, volvemos al alemán para mentar el término Waldeinsamkeit, referido a la conexión que uno siente con el bosque únicamente cuando está en la foresta y asolas. ↩︎
  2. No confundir con un koffieshop o coffeeshop, que son los famosos locales donde se puede comprar y consumir marihuana, ni con una koffiehuis, esto es, una cafetería de las de toda la vida (¡dónde te puedes tomar un café, vaya!) ↩︎
  3. Diminutivo de minibibliotheek (minibiblioteca), que no son sino estantes públicos en los que se puede dejar aquellos libros que ya nos hemos leído y a cambio llevarnos alguno que nos parezca interesante y que alguien haya dejado allí antes. ↩︎
  4. En holandés dirían kut, aunque ya os aviso que esta es bastante más soez (no me sé otra, perdón). ↩︎
  5. Me consta que el nombre de Zaan significa, precisamente, río. Por otra parte, el Amstel (el río que alimenta los canales de Ámsterdam) recibe su nombre de los términos aeme y stelle, que significan «agua» y «terreno seco», respectivamente. ↩︎

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